lunes, 23 de febrero de 2009

EL ULISES DE JOYCE

Casi nadie se acerca a un clásico en busca de distracción. De hecho casi nadie se acerca a un clásico y punto. No es que inspiren exactamente temor, sino que se asocian a una sensación de tedio o se considera que su lectura requiere un esfuerzo considerable. Puesto que la gente lo que desea es reposar después de su jornada laboral, parece preferir lecturas absorbentes pero ligeras, porque "ya piensan demasiado en el trabajo". Lo cual no es cierto, la mayoría de mis conocidos se quejan de que su trabajo en sí es aburrido, y que lo que más los distrae son las relaciones sociales asociadas a él. El esfuerzo que, ciertamente, hay que hacer para leer un clásico, por tanto, puede ser una de las vías para no atrofiarnos intelectualmente. No niego que es necesario un cierto grado de fuerza de voluntad, pero la distracción que procuran es mucho más elevada que otras que tenemos más al alcance.
El Ulises de Joyce sería un buen ejemplo de libro con fama de difícil, si bien en este caso dicha fama está plenamente justificada. Para leerlo es imprescindible hacerlo con una edición crítica que, a modo de manual de instrucciones, nos guíe acerca de lo que leemos, porque constantemente perderemos la noción de lo que "está pasando". Precisamente, una de sus singularidades que dificultan la lectura es que cada capítulo está escrito en un estilo completamente distinto, desde una obra de teatro hasta el célebre monólogo interior de Molly Bloom. Pero este es también uno de los aspectos que la convierten en una novela sin parangón en la historia de la literatura, porque vamos a ver, ¿a alguien se le ocurriría que se puede escribir una novela en forma de catecismo? Pues es lo que hace Joyce en el penúltimo capítulo del Ulises. Quizá algunos de los capítulos precedentes pueden llegar a aburrir, pero les aseguro que vale la pena el esfuerzo tan sólo para sorprenderse con este capítulo genial.
Ahí les va un ejemplo. Ya de madrugada Bloom y Stephen se dirigen a la casa del primero, donde charlan un rato y finalmente se despiden. Pero antes, ambos orinan juntos en el jardín:
(...)
¿Permanecieron indefinidamente inactivos?
Por insinuación de Stephen, por instigación de Bloom los dos, primero Stephen, luego Bloom, orinaron en penumbra, sus flancos contiguos, sus órganos de micción recíprocamente convertidos en invisibles por circumposición manual, sus miradas, primero la de Bloom, luego la de Stephen, elevadas a la proyectada sombra luminosa y semiluminosa.

¿Semejantemente?
Las trayectorias de sus, primero consecutivas, luego simultáneas, micciones fueron desemejantes: la de Bloom más larga, menos irruente, con la forma incompleta de la penúltima letra bifurcada del alfabeto, que en su último año en el Instituto (1880) había sido capaz de conseguir el punto de mayor altitud contra toda la fuerza concurrente de la institución, 210 alumnos: la de Stephen más alta, más sibilante, que en las últimas horas del día precedente había aumentado por consumición diurética una presión vesical insistente.

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