miércoles, 18 de febrero de 2009

DIOS EN LA BARRANCA

Cómodamente arrellanada en el asiento de clase ejecutiva del avión, la encantadora anciana repasaba con atención el catálogo de la próxima subasta de Sotheby's. Desde que hacía cinco años su vista empezó a nublarse se aficionó al arte abstracto, pues de hecho en su nueva condición visual todo le parecía arte abstracto. Abandonó entonces la gestión del emporio industrial que le había legado su marido en manos de los nietos y se decidió a ocupar el puesto en el consejo de patrocinadores del Museo Guggenheim que le correspondía por tradición familiar. Una obligación que hasta ese momento había eludido declinando en favor de su hijo mayor con la excusa de que "así ese inútil se distrae en algo inofensivo". Presa de una repentina pasión por el mundo del arte, lo desplazó al consejo consultivo de su fundación filantrópica ("así ese inútil se distrae en algo inofensivo"), ocupó el puesto y en poco tiempo su energía y decisión le ganaron el respeto de sus colegas, así como una enorme influencia en todo tipo de decisiones que atañeran al museo.
Esta nueva vida la colmaba de satisfacciones, aunque también conllevaba tareas mucho menos gratas, como este viaje. Había aceptado la invitación de aquel presidente municipal de una desconocida ciudad mexicana para quitárselo momentáneamente de encima sin pensar que, de ese modo, lo tendría que aguantar durante días enteros. En fin, visitaría cuanto antes aquel mirador que le aseguraban era la ubicación ideal para un nuevo museo Guggenheim, e idearía cualquier motivo para irse lo antes posible. La recepción en el Palacio de Gobierno no hizo sino confirmar sus aprehensiones. El sucio y caótico centro de la ciudad no se parecía en nada al de Guanajuato, que conocía de un viaje que había hecho con su esposo cuando jóvenes, y por supuesto, no parecía digno de albergar su museo. Ni de lejos imaginaba lo que le esperaba cuando se dirigieron hacia el mirador de la barrancia de Huentitán.
Al asomarse a la profundidad de la barranca, una paleta de todas las gamas de ocres de las rocas y verdes de la vegetación estallaron ante su vista, en manchas que se desplazaban continuamente a medida que el sol iba iluminando nuevos contornos y oscureciendo otros. Extasiada, dejó pasar los minutos hasta que finalmente exclamó:
–¡Esta es la morada de Dios! Aquí construiremos el nuevo Guggenheim.
De inmediato tomó el teléfono para comunicarse con el director del museo en Nueva York y describirle el espectáculo que se desarrollaba ante ella. Pero debido a las tímidas objeciones del director tuvo que desplazar la vista hacia el interior del mirador para poder concentrarse mejor en la conversación. Fue entonces cuando reparó en la presencia de unas criaturas que violaban flagrantemente la divinidad recién proclamada del lugar: tras unos matorrales, una hembra y un macho jóvenes parecían despiojarse mutuamente, en tanto que un bullicioso grupo compuesto por una pareja de adultos con sus crías rompía con sus alaridos la paz del recinto sagrado.
–¿Y ésto? –señaló acusadoramente al terminar la conversación telefónica.
–Esto... verá –tartamudeó uno de sus acompañantes nativos–... son mexicanos... es que son muy abundantes en este país... y como pues esto es... esto es un parque público...
–¡Pero no es posible! No pueden estar junto a mis modiglianis y mis picassos.
–Por supuesto que no, señora –convino el presidente municipal, que ya había pensado en ese detalle–, les haremos otro parque público al lado de unas límpidas y cristalinas cascadas que hay en El Salto.

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