Que a los perros sólo les falta hablar es una idea que todos los propietarios de chuchos expresan en algún momento, maravillados por la empatía que muestran con sus dueños. En realidad, no es un defecto demasiado grave, con el tiempo llegamos a conocerlos y sabemos qué les gusta, qué aborrecen, cómo se sienten en cada momento... Dicen que hay gente que incluso les da órdenes y consigue que les obedezcan. Lo primero tiene escaso mérito, yo mismo lo he hecho, lo segundo sí lo tiene: mi perro siempre ha sido un tirano que hace lo que se le hincha un huevo. La otra ocasión en que los dueños lamentan esta imposibilidad de hablar es cuando se enferman, pues no pueden decir qué les duele exactamente.
Sin embargo, los perros contribuyen a la comunicación de otras formas. Una de las estampas más típicas de las ciudades modernas se puede observar a primera hora de la mañana y al anochecer cuando la gente saca a pasear a sus perros, lo que en muchos casos es un eufemismo para no decir que los sacan a cagar. Esta actividad compartida por tanta gente, en un mismo lugar y a una misma hora, se convierte en una de las raras ocasiones en que nuestras deshumanizadas sociedades favorecen el contacto amistoso con extraños. Supongo que el hecho de verse sometidos a las necesidades fisiológicas de un can despierta una especie de solidaridad entre esclavos.
En mi caso, sacar a pasear al perro en la noche me permitía observar las estrellas. Había un tramo de calle sin farolas como a unos quinientos metros de mi casa en el que me podía solazar a gusto mirando el cielo. También me llevó a relacionarme con un vecino que acostumbraba a pasear a su perro a la misma hora que yo. De todos modos no teníamos muchos temas de conversación a parte de nuestras respectivas mascotas, y me exasperaba el hecho que las veces que coincidíamos evitaba sistemáticamente pasar por mi lugar favorito. Finalmente el ayuntamiento acabó poniendo farolas también en ese tramo y arruinó mi espectáculo gratuito.
Para mi sorpresa, en la siguiente ocasión en que coincidí con el vecino se dirigió resueltamente hacia allí y me comentó satisfecho que ya se podía pasear tranquilo sin riesgo de tropezarse o de pisar una caca. Cuando le repliqué que debido a las luces las estrellas ya no se veían tan nítidas como antes se me quedó mirando con la misma cara de estupor que si le hubiera confesado que en realidad yo era un ser de otra galaxia enviado a la Tierra a espiar a los humanos. Y ciertamente, era como si nos separaran millones de años luz. En el incómodo silencio que siguió me fijé en como jugaban los perros, del todo ajenos a la incompatibilidad de caracteres de sus amos, aunque el contraste entre ellos también reflejaba una radical diferencia de gustos: el que pertenecía al vecino era un elegante pastor alemán en tanto que el mío es un experro callejero de raza inclasificable.
En cuanto a nuestra preocupación inicial, la incapacidad de hablar de los perros. En el fondo ¿qué nos dirían?¿me pisaste?¿tengo hambre?¿quiero salir a mear? Como que ya se dan a entender bastante bien sin necesidad de hablar.
En mi caso, sacar a pasear al perro en la noche me permitía observar las estrellas. Había un tramo de calle sin farolas como a unos quinientos metros de mi casa en el que me podía solazar a gusto mirando el cielo. También me llevó a relacionarme con un vecino que acostumbraba a pasear a su perro a la misma hora que yo. De todos modos no teníamos muchos temas de conversación a parte de nuestras respectivas mascotas, y me exasperaba el hecho que las veces que coincidíamos evitaba sistemáticamente pasar por mi lugar favorito. Finalmente el ayuntamiento acabó poniendo farolas también en ese tramo y arruinó mi espectáculo gratuito.
Para mi sorpresa, en la siguiente ocasión en que coincidí con el vecino se dirigió resueltamente hacia allí y me comentó satisfecho que ya se podía pasear tranquilo sin riesgo de tropezarse o de pisar una caca. Cuando le repliqué que debido a las luces las estrellas ya no se veían tan nítidas como antes se me quedó mirando con la misma cara de estupor que si le hubiera confesado que en realidad yo era un ser de otra galaxia enviado a la Tierra a espiar a los humanos. Y ciertamente, era como si nos separaran millones de años luz. En el incómodo silencio que siguió me fijé en como jugaban los perros, del todo ajenos a la incompatibilidad de caracteres de sus amos, aunque el contraste entre ellos también reflejaba una radical diferencia de gustos: el que pertenecía al vecino era un elegante pastor alemán en tanto que el mío es un experro callejero de raza inclasificable.
En cuanto a nuestra preocupación inicial, la incapacidad de hablar de los perros. En el fondo ¿qué nos dirían?¿me pisaste?¿tengo hambre?¿quiero salir a mear? Como que ya se dan a entender bastante bien sin necesidad de hablar.
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