A los más jóvenes puede que no nos parezca tan grave el mal estado de las banquetas de nuestra ciudad. Vemos con antelación los hoyos y las piedras sueltas y los esquivamos, recuperamos el equilibrio si a pesar de todo nos tropezamos, y si por mala suerte llegamos a caer pues nos dimos un madrazo, nos levantamos y ya. Para la gente mayor unas banquetas que parece que han sufrido un bombardeo son un auténtico suplicio. Muchos de ellos no ven bien, si tropiezan irremisiblemente se caen, y si se caen casi seguro que se rompen algo.
Mi casero tiene cerca de ochenta años y ya se ha caído dos veces este mes. La primera cuando iba a misa y la segunda cuando regresaba de hacer un mandado, las dos únicas razones por las que sale solo de casa. La segunda vez lo oí como lloraba no del golpe, sino por sentirse un viejo inútil que ni los mandados sencillos puede hacer. Cuando lo conocí ya estaba jubilado pero se distraía componiendo los desperfectos de la casa. Ahora se pasa el día viendo la tele sin ganas de hacer nada. Seguramente vivirá menos años de los que se merece y los últimos los pasará triste y deprimido. ¿Si no se perdiera tanto dinero del ayuntamiento por el sumidero de la corrupción, los gastos frívolos y suntuosos y los sueldos ofensivos para los funcionarios, hubiera alcanzado el presupuesto para arreglar las banquetas? Porque de algo así de simple depende la calidad de vida de los viejitos.
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