Hace algunos años conocí a un tipo que me fascinó durante un tiempo, en el sentido que reunía en su persona casi todos los defectos que más me irritan. Supongo que en otras ocasiones los iré exponiendo con más detalle, de momento empezaré con su moralina católica. Algunas veces se rasgaba las vestiduras por la decadencia de la sociedad mexicana contemporánea, lo que en realidad significa que le parecía aberrante que no todo el mundo compartiera sus prejuicios, y auguraba algún tipo de castigo divino por la profusión extrema de comportamientos inmorales y pecaminosos.
Curiosamente no identificaba su desprecio clasista hacia los nacos, sus aspiraciones de consumo altamente contaminante ni su indulgencia hacia aquellos delitos que solamente los privilegiados pueden cometer (evasión fiscal, blanqueo de dinero, tráfico de influencias...), como parte de los problemas que aquejan al país. Mas bien, las faltas en las que reconocía incurrir eran del tipo de fijarse en un escote, decir majaderías o intentar llevar un estilo de vida por encima de sus posibilidades. Como su analfabetismo funcional le impedía caer en vicios más elevados, leer un libro por ejemplo, y la necesidad de ser aceptado por un entorno de clasemedieros de medio pelo igual de analfabetas era más fuerte que su temor de Dios, caía a menudo en estos pecados. En ocasiones eso lo abrumaba, pues le hacía sentirse partícipe de la degeneración moral que denunciaba y, por tanto, merecedor del Infierno.
Hace ahora tres años, cuando López Obrador parecía dirigirse irremisiblemente hacia la presidencia de México, este tipo también contrajo la histeria que aquejó a tantos otros clasemedieros protofascistas. Las siete plagas de Egipto eran un pálido reflejo del cúmulo de calamidades que se abatirían sobre el país una vez que ese orate diera rienda suelta a sus desvaríos desde la silla presidencial. En realidad esas no eran exactamente sus palabras, sino que su temor principal era el de que, llevado de un afán justiciero, López Obrador le confiscara sus escasas pertenencias. Como todo lo que tiene lo adquirió a crédito y aún lo está pagando, me temo que quien las acabará requisando serán los bancos, pero esa es otra historia.
Con el ánimo de reirme un poco de él le comenté que López Obrador debía ser precisamente aquello que tanto había pronosticado: un enviado del Cielo para castigarnos por nuestros nefandos pecados. Por increíble que parezca por un momento pareció dudar y resignarse a aceptar los designios divinos, pero más adelante respiró aliviado al ver que presuntamente se aplazaba nuestra condena. Sin embargo, en vista de que de todos modos nos están azotando las siete plagas, a veces me pregunto si no tendría yo razón. Cegados por la soberbia, los heréticos mexicanos osaron hacerle un fraude electoral al castigo que Dios nos había reservado y desataron la ira divina. Ahora estamos pagando las consecuencias.